domingo, 4 de agosto de 2013

Historia de un Abuelo



Estaba cansado de esa vida monótona y rutinaria. Desde adolescente había trabajado en la imprenta que había montado su padre, tras llegar desde Alemania. Aun cuando bordeaba los 25 años y ya no era un jovencito, era el menor y por ello, siempre le tocarían las tareas más aburridas del negocio familiar.

Cierta tarde, apoyado en la puerta de la Imprenta fumaba el primer cigarro del día, vio que en la esquina contraria se estaba armando una carpa. Se acercó curioso para saber de qué se trataba. Entró y en ese instante, sus ojos se encontraron con aquellos ojos negros que lo amarraron para siempre.  Un par de frases sueltas le bastaron para saber que había encontrado su lugar en el mundo. Era lo que buscaba, música, canto, baile, risas y ……ella.
No se demoró mucho en abandonar la casa de sus padres y el negocio familiar, tomar su guitarra y sumarse a la fiesta prometida por aquella carpa de la esquina.
Al principio la fiesta cumplía sus expectativas, viajó de pueblo en pueblo, cantando las canciones que había aprendido de los operarios de la imprenta, repertorio que luego amplió con aquellas que fue conociendo en sus viajes con el grupo y con las que creó entre trasnochadas, su cigarrillo y su vaso de vino tinto. Pasaron varios años en esa vida nómade, afianzando experiencias, amistades y ciertamente, su amor por Aidé, la mujer de ojos negros. También pasaron frio y hambre, cuando el invierno amenazaba la concurrencia a la carpa. Pero, eran felices, tanto que jamás volvió a su Concepción natal.
Su amor por Aidé era inmenso y sería eterno. Y lo fue hasta el año 1936, cuando nació su hijo y murió su amor, en el mismo acto, como una coincidencia trágica. Después de eso nada fue igual, ni el canto, ni la guitarra ni su hijo le devolvieron las ganas de vivir.
Durante los siguientes 4 años, sus días transcurrían tristes, con una guitarra llorosa, el humo de un cigarro y con el vaso de vino cada vez más pegado a su mano. Los dolores al estómago eran el síntoma más fuerte del cáncer, que no eran más que la muestra de su decisión de entregarse a las nubes de la muerte.
Los avances de su pequeño hijo no eran suficientes para justificar el abrir los ojos cada mañana. En Buin, una noche cualquiera, su cuerpo no pudo o no quiso seguir y se fue tras los pasos de Aidé.

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